El espacio, situado en un rincón del jardín varios metros detrás de la construcción principal, ha sido testigo de almuerzos y cenas cargadas de recuerdos imborrables, de revelaciones de secretos nunca antes confesados, de abrazos y brindis entre auténticas leyendas. Lo certifican muchas de las fotos que se acomodan sobre los muebles y pueblan paredes llenas de afiches, banderines, cuadros y placas, de objetos que obligan a retroceder en el tiempo. De historia, al fin y al cabo. “Y no está todo. A lo principal lo guardo en otro lado. No vaya a ser cosa…”, aclara el dueño con gesto cómplice. No hace falta. Es suficiente lo que hay para darse cuenta de que ese señor cuyos memoria lúcida y andar firme desmienten sus 88 años de edad fue un grande de verdad dentro del prolífico pasado de nuestro fútbol. Uno de esos que han escrito páginas imposibles de borrar para quien quiera explicar por qué, pese a todos los obstáculos, Argentina sigue siendo una usina inagotable de jugadores de alto nivel.
Villa Elisa, suburbio de La Plata de cielos despejados y horizontes amplios, es desde hace más de medio siglo el refugio de Juan Carlos Rulli, pampeano de Catriló, ciudadano ilustre de la capital bonaerense desde 2009 y, sobre todo, integrante del “Equipo de José”, aquel Racing que mantuvo un invicto de 39 partidos para ser campeón en 1966 y dominar América y el mundo un año más tarde. “Fuimos el primer equipo del país en jugar con tres volantes, cuando los demás ponían dos en el medio. Así teníamos supremacía y siempre manejábamos la pelota”, explica una pieza clave de esa estructura, el obrero que iba y venía por la derecha del centro del campo para permitir que brillaran aquellos que más sabían. “Yo era más defensivo, pasaba al ataque de manera excepcional. Ya no hay mediocampistas de ese tipo, o por lo menos yo no me doy cuenta. Me cuesta encontrar a algún jugador actual que tenga mis características. Quizás Aníbal Moreno; por el despliegue sería Rodrigo De Paul, pero no puedo compararme: él tiene mucha más proyección en ataque y le pega muy bien desde afuera”, analiza.
En el imaginario popular, Rulli es uno de esos jugadores a los que se puede visualizar con una sola camiseta: la blanquiceleste de la Academia, en su caso. Incluso en una búsqueda por las redes cuesta encontrar fotos que lo muestren vestido con otros colores. Sin embargo, su llegada a Avellaneda fue tardía, ya que tenía 27 años cuando formó parte de un megacanje entre Racing y Boca. Los de la Ribera querían a Federico Sacchi y César Luis Menotti; a cambio cedieron a Juan José “Yaya” Rodríguez, Benicio Ferreyra y Rulli.
–Yo era hincha de Boca, pero me quería ir porque no jugaba casi nunca. Los titulares eran [Antonio] Rattín y Alberto González, y a mí me ponían sobre todo en la Copa Libertadores. Fui titular el día en que le ganamos la semifinal de 1963 a Peñarol en Montevideo, 2 a 1, pero cuatro días después en la Bombonera jugó [Ernesto] Grillo, y era comprensible; ni siquiera podía enojarme. Grillo era Grillo, uno de los grandes con los que tuve la suerte de jugar. Y en las dos finales contra el Santos de Pelé también fui suplente.
–Usted pudo ver a muchos de esos que se convirtieron en mitos…
–Imagínese. Vi jugar a Colman y Edwards; Lombardo, Mouriño y Pescia, una defensa extraordinaria de Boca; a Vernazza, Prado y Walter Gómez en River. Al Loco Corbatta y Beto Infante. Una vez jugué en reserva contra Néstor Rossi. En una le pegué y le pedí perdón. Al rato lo sacudí de nuevo y otra vez le dije “perdone”. Entonces se dio vuelta y me gritó: “Pibe, ya me tenés podrido con el «perdone», «perdone»”. Qué jugador, qué clase para pisar la pelota en un metro cuadrado. Claro que era otro fútbol, todo era un poco más lento. ¿Pero sabe quién fue mi ídolo?
Contra River, por la Copa Libertadores de 1967
–¿Alguno de Boca o de Racing?
–No, Carlos Cecconato. Un día lo encontré en una fiesta que se hizo en La Plata, me hicieron hablar y dije que estaba presente mi ídolo, fui y le di un abrazo. En esa época admiraba los equipos que tenía Independiente.
–Y no existían los niveles actuales de rivalidad.
–Ni hablar. Cuando estaba en Racing, [Juan José] Pizzuti nos citaba en el club alrededor de las 11, comíamos algo liviano y a veces íbamos caminando a ver a la tercera o la reserva de Independiente. Nunca, pero nunca, recibí un agravio o un insulto. Y ellos hacían lo mismo. Cuando volvimos de Montevideo después de ganar la Copa del Mundo, en la cancha había banderas de Independiente, de Boca, de River, de San Lorenzo, de los clubes que usted imagine. Era otra cosa.
–Además de verlos, tuvo enfrente a varios fenómenos. Jugó contra Pelé, ¿no?
–Sí, tres o cuatro veces. El día en que le ganamos en la cancha de Santos por una Recopa [2-0] le pedí la camiseta y me la dio al terminar el partido, pero cuando volvimos me la pidió Tita [Mattiussi] y se la regalé, por eso no la tengo. Otra vez vino a Avellaneda y nos hizo el gol sobre la hora [2-3]. Y hubo una más, en la cancha de ellos; la gente le gritaba y les tiró un pelotazo a los de la platea. Era un jugador bárbaro. También jugué contra [Franz] Beckenbauer cuando Bayern vino la noche en que se inauguró la iluminación del estadio. Justo había terminado el campeonato [diciembre de 1966] y le ganamos 3 a 2. Y en una gira de Boca nos enfrentamos con Real Madrid por la Copa Mohamed V, en Marruecos, y le ganamos 2 a 1. [Alfredo] Di Stéfano ya no estaba, pero sí [Ferenc] Puskás y [Paco] Gento.
La carrera de Juan Carlos Rulli había comenzado en La Plata, la ciudad donde se desarrollaba la vida familiar. En Estudiantes atravesó la etapa juvenil y alcanzó la primera división. La foto del gol que marcó en la cancha de Lanús en la última fecha del torneo de 1961 y que permitió al cuadro pincharrata evitar el descenso (y mandar al granate a la vieja Primera B) es una de las que se puede ver en la sala de recuerdos del fondo de la casa. Sin embargo, no todo ha sido grato en la relación con el club rojiblanco.
–Me crié en Estudiantes. Ahí me eduqué futbolísticamente. Soy un agradecido al club, a la gente que conocí cuando jugaba, a los dirigentes, al público, a todos. Después tuvieron actitudes en la cancha que para mí son inaceptables, pero que la gente no les criticaba, y reconozco que por eso les guardo rencor. Le juro que me gustaría sentir lo que sentía antes, pero es superior a mí, no puedo. Al estadio nuevo fui una vez sola, el día en que me entregaron la placa que tengo en la sala. Pensé en no ir, pero al final me acerqué, estuve diez minutos y me fui. No me sentía cómodo.
–¿Se puede contar lo que pasó?
–Algunos de los que formaban el equipo de fines de los años sesentas empleaban métodos que me dolieron mucho. Yo acepto una patada, y también las daba, pero no la bajeza de ir a decirle a un compañero que había matado a su mamá por estar con una novia que a ella no le gustaba, o hablarle mal de la mujer a otro. Fui amigo de varios de esos jugadores: de Juan Verón; del Negro Aguirre Suárez, al que iba a visitar a la casa cuando ya estaba enfermo. Pero a otros que prefiero no nombrar nunca los perdoné. Y a alguno como [Carlos] Bilardo, si hubiera podido, lo habría matado en la cancha. Se pasaba el partido al lado del referí diciéndole: “Mire lo que me hizo Rulli. Fíjese en lo que me hizo. ¿No ve lo que me hace Rulli?”. Ojo, que ese Estudiantes era buen equipo, nada fácil. Estaba bien armado, pero hacía cosas que me enfermaban. La pelota salía por un lado del arco y el Flaco Poletti daba toda la vuelta por atrás para ir a buscarla; hacían tiempo, nos volvían locos. Algunos me dirán “bueno, aguantátela”, pero no se podía jugar así al fútbol, y nadie les decía nada.
–Además, les impidió jugar una segunda final de Libertadores en 1968.
–Nos eliminaron por goal average. Nosotros habíamos ganado 2 a 0 en Avellaneda, y acá, en La Plata, echaron a [Roberto] Perfumo por una patada que le tiró a Bilardo, que si lo agarraba bien lo castraba. Nos hicieron tres goles en un rato y quedamos abajo en la diferencia de goles. Fuimos al desempate en River, Verón nos hizo un golazo de chilena y faltando pocos minutos, cuando ya estábamos 1 a 1, [Ángel] Coerezza no nos dio un penal clarísimo. No recuerdo si a [Roberto] Salomone o a [Humberto] Maschio lo habían arrastrado agarrándolo de la camiseta. Con el tiempo me enteré de que una parte de la barra de Racing fue a la casa de Coerezza y lo fajó. Eso tampoco está bien.
El recuerdo de aquellos enfrentamientos con Estudiantes remite automáticamente a la época más gloriosa de la Academia, aquella que comenzó en 1965, cuando el club fue a buscar a Juan José Pizzuti para salir de una situación deportiva y económica realmente agobiante, y encontró en el “dueño de la batuta” del Racing campeón de 1958 y 1961 al hombre que iba a subirlo hasta la cumbre del fútbol mundial.
–Cuando llegué de Boca aquello era un despelote total. El campeonato estaba parado, no se entrenaba ni había partidos amistosos, les debían dinero a los jugadores. Hubo un momento en que dije “no voy más”. Yo estaba en quinto año de Odontología y decidí dedicarme a la facultad. Estuve diez días sin ir. Me citó un dirigente y le dije clarito: “Esto no tiene sentido. Para venir a perder el tiempo, prefiero usarlo en otra cosa”. Para calmarme me contó que ya habían arreglado con Pizzuti. Habíamos coincidido en Boca, yo sabía quién era y cómo pensaba, y nos habíamos hecho amigos. Volví y José enderezó todo.
–¿Cómo lo hizo?
–En la primera charla nos dejó clara una cosa: “Acá somos todos iguales. No tengo más amigos, no tuteo a nadie”. Y a partir de ese momento consiguió armar un grupo en el que ninguno se creyó más que el otro. Conmigo pasaba algo gracioso. A veces coincidíamos de vacaciones en verano y nos tuteábamos, pero volvíamos al club y otra vez nos tratábamos de usted. Era un tipo macanudo, muy buena persona. Y manejaba el equipo con mano dura. Todos lo respetábamos mucho porque si no hacíamos lo que nos pedía nos sacaba.
El de Pizzuti fue un caso curioso en el mundo de los directores técnicos. Su único antecedente antes de que fuera contratado por Racing había sido una breve y poco halagüeña experiencia en Chacarita. Su trayectoria a partir de 1970, cuando concluyó su primer capítulo en la Academia, tampoco dejó resultados ni actuaciones descollantes, ya fuera en la selección argentina, Nueva Chicago, Colón, Independiente Medellín como en León, de México. Tampoco en Racing, en el que vivió tres etapas más. Peor aun: en una de ellas fue el entrenador del equipo que acabó descendiendo a la primera B en 1983. Pero en aquella primera vez acertó a tocar las teclas exactas para que su batuta hiciera sonar la orquesta en perfecta armonía.
–Hubo una suma de factores. Había jugadores de mucha personalidad, como [Alfio] Basile, Perfumo, el Panadero [Rubén] Díaz, [Miguel Ángel] Mori, el Toro [Norberto] Raffo y, sin dudas, Bocha Maschio, que había vuelto de Italia. Cuando tuve la confianza suficiente le revelé que yo pensaba que con él en el equipo iba a tener que correr el doble, y resultó que él corría el doble que yo y jugaba tres veces mejor. Un crack excepcional. Se armó un equipo de mucha movilidad. Jugábamos sin un 11 fijo, y por ahí podía aparecer cualquiera: el Panadero, Bocha, Yaya Rodríguez, Mori, incluso yo mismo. Y después estaban los centros. Entre Raffo, Basile y Díaz hicieron un montón de goles de cabeza.
–Las crónicas de la época dejan claro que sin personalidad era imposible ganar en aquellas copas Libertadores de los sesentas y los setentas.
–Sííí… Eran terribles. En la del ’67 nosotros pasamos a la final gracias a River, que nos salvó porque le sacó un punto a Universitario en Lima [N. de la R.: había dos liguillas semifinales y Racing compartió su grupo con River, Universitario y Colo Colo]. Nosotros les habíamos ganado a los peruanos allá, pero acá perdimos 2 a 1 en una noche de lluvia; nos hicieron dos goles en cinco minutos. Fuimos a un tercer partido en Santiago, Chile, y logramos pasar. Me acuerdo de que Perfumo le dio una patada a [Enrique] Casaretto que lo dejó seis meses sin jugar. Roberto jugaba bien, pero te mataba. Ponía cara de bueno y no le pasaba nada. Éramos muchos los que metíamos cuando había que meter: Basile, Perfumo, Martín, Chabay, el Panadero, Mori y yo.
Ante Universitario en la Libertadores que ganó Racing
–La final contra Nacional tuvo episodios de guerra.
–El primer partido fue acá, 0 a 0, y cuando fuimos a Montevideo a jugar contra Nacional nos daban por muertos. En aquel tiempo incluso empatar en Uruguay era toda una hazaña. Nacional tenía a “Cococho” Álvarez, Ubiña, Montero Castillo… Con decirle que a Raffo lo levantaban del pelo… Nosotros nos habíamos puesto de acuerdo antes de empezar: si alguien daba una patada teníamos que ir cuatro o cinco al posible tumulto. Era lo que hacían ellos y nosotros les jugamos con sus mismas armas. Se miraban entre sí, no entendían nada. Pizzuti había llevado unos 10 tipos bravos –no sé si de la barra– con cámaras de fotos, para que se parasen detrás del arco y se metieran si había algún despelote. Por suerte no hubo necesidad. El lío era tan grande que escuché a uno de los árbitros decirle a otro: “Dejalos que se maten”. El asunto es que conseguimos terminar 0 a 0, y después, en el desempate en Chile le ganamos bien.
–Esos niveles de violencia eran un símbolo de la época. La Intercontinental contra Celtic siguió más o menos esa tónica.
–Otra carnicería. Pero ahí fuimos nosotros, no ellos. Allá perdimos 1 a 0 un partido que podríamos haber empatado, y en Avellaneda los sacudimos de entrada. En una de esas le di una patada a un escocés y vi venir al árbitro, el uruguayo Esteban Marino. Pensé que me echaba. Se me acercó y me dijo: “Pegá, pero no hagas gestos”. ¡Chau, nos dio carta libre!
–Fue el anticipo de lo que se conoce como “La batalla de Montevideo” en el tercer partido.
–Pero ahí la empezaron ellos… Bah, ellos quisieron entrar en ese juego, no sabían cómo hacerlo y les salió mal, porque les echaron a tres jugadores, y a nosotros, solo a Basile, por meterse a empujar después de una patada que había dado yo. A mí me expulsaron después, cerca del final, pero nunca entendí por qué. Ahí hice algo increíble: en lugar de quedarme en el campo para dar la vuelta olímpica me fui al vestuario a cambiarme. Me acuerdo de que un periodista, El Veco, entró llorando al vestuario. Le pregunté qué le pasaba y me dijo: “Que usted salió campeón”. ¿Y por eso lloraba? En ese momento no fui consciente de la dimensión que tenía lo que habíamos logrado. Solo con el paso de los años me di cuenta de lo que implicaba para el club y para el fútbol argentino haber sido el primer equipo del país campeón del mundo, un título que nadie nunca podrá quitarle a Racing.
Aquella derrota frente a Estudiantes en la Libertadores del ’68 fue el presagio de lo que a la postre sería el fulgor final del Equipo de José. Los goles del brasileño Machado da Silva (18 en 28 partidos en 1969, único año en que estuvo en la Academia) representaron el último destello de un tiempo incomparable. “Fue uno de los grandes jugadores que tuve la suerte de tener cerca. Le tiraba la pelota, me la devolvía para que yo entrara por la izquierda, le mandaba el centro y era gol suyo de cabeza. Una maravilla. Eso sí: un atorrante bárbaro. Se iba a Brasil, volvía el viernes, se entrenaba con un buzo viejo todo descolorido, sin medias, con pantalón corto y zapatillas aunque hiciera un frío bárbaro, y el domingo la rompía”, lo recuerda Rulli, que además fue el único que tuvo la primicia de su imprevista marcha del club: “Dormía conmigo en la pretemporada siguiente en Mar del Plata cuando una noche me dijo: “Me voy a la m…”. Andaba con un auto que le había prestado un directivo del club que tenía una concesionaria. Al día siguiente subió al coche, se fue y no volvió más”.
La marcha del goleador se sumó a la de Pizzuti, que decidió cerrar en diciembre de 1969 su ciclo triunfal, y a partir de entonces ya nada fue igual, para el club ni para Rulli. Atrás empezaban a quedar las grandes victorias, las anécdotas imborrables –como la del accidentado viaje en avión de Medellín a Bogotá que casi acabó en tragedia–, las leyendas no siempre ciertas: “Le hice el pase del gol al Chango [Juan Carlos Cárdenas] en Montevideo, pero nunca le grité que pateara”, desmintió varias veces Rulli sobre la acción que le dio a la Academia la Copa Europeo-Sudamericana.
Y en su caso particular, aquel ocaso abarcó tropezar con momentos difíciles, en Racing y en la selección, que fueron conduciéndolo a la recta final de su carrera como jugador.
–¿Por qué duró tan poco tiempo aquella etapa triunfal de Racing?
–Después del ’67 hubo un par de años en los que todavía peleamos por los campeonatos, pero a partir de 1970 todo se desbarrancó. Ya no estaban Maschio, Yaya Rodríguez y Martinoli, y al final de ese año nos desplazaron a Basile y a mí. Coco se fue a Huracán, vendieron a Perfumo a Cruzeiro y a mí me dieron de mala manera el pase libre. El Vasco [Juan Eulogio] Urreolabeitia se manejó muy mal, conmigo y con los demás. Le hizo mucho daño al club, que se vino debajo de un año al otro.
–Y en el medio, usted tuvo que pasar por el amargo trance de la eliminatoria para México 1970.
–Ese fue otro desastre. Mire: ahí, arriba, tengo una foto del partido contra Bolivia en la cancha de Boca. [Raúl] Bernao, yo, [Héctor] Yazalde, Daniel Onega y [Oscar] Mas. Atrás jugaban Cejas, Gallo, Perfumo, Basile o [Rafael] Albrecht y Silvio Marzolini, con [Carlos] Pachamé de 5. Nos dirigía Adolfo Pedernera. En el partido decisivo contra Perú entraron [Ángel] Marcos de 7, [Miguel] Brindisi y [Aníbal] Tarabini por la izquierda. Yo jugué el primer tiempo, y después me reemplazó [Alberto] Rendo.
–¿El desastre fue el resultado final o todo en general?
–Todo, y no porque los jugadores fueran buenos o malos; eso era otra cosa completamente distinta. La selección no tenía el apoyo que tiene ahora. No se sabía quién jugaba, quién no jugaba, si se quedaba, si se iba. A veces coincidían partidos con una gira de Racing y yo decía “Dios quiera que me vaya a la gira, a conocer Sudáfrica” o lo que fuera, aunque por otro lado me daba pena, porque era la selección argentina. Se manejaba todo muy mal. Mire cómo sería que antes de ese partido contra los peruanos, Luis Prémoli, un militar que trabajaba en la Presidencia de la Nación, nos invitó a la Casa de Gobierno y nos prometió un coche a cada uno. Ni así ganamos.
–Pero ese Perú era un muy buen equipo.
–Estaba bien armadito, con Didí como director técnico y buenos jugadores: Challe, Chumpitaz, Cachito Ramírez, Teófilo Cubillas. La base era Universitario, al que nosotros en Racing le habíamos ganado un par de veces. Pero esa tarde no nos salió nada.
Los dos golpes sucesivos lastimaron el ánimo combativo de ese mediocampista que era rueda de auxilio de los diez compañeros. El diploma de odontólogo que tanto trabajo le costó obtener ya estaba enmarcado en su casa –“estudiaba en la facultad de Buenos Aires, andaba siempre corriendo arriba de los trenes, cursaba materias de noche”– y a los 33 años Juan Carlos Rulli decidió colgar los botines. Empezaba otra vida.
Elegir los pasos por seguir luego del retiro casi siempre es un asunto complicado para un futbolista, y nada garantiza éxitos en la búsqueda de tranquilidad económica y disfrute en partes más o menos iguales. Rulli no fue una excepción. Intentó con la odontología y se dio cuenta de que no era lo suyo; probó con la dirección técnica y eso tampoco acabó de llenarle el espíritu.
–Con el diario del lunes, creo que tendría que haber elegido otra carrera. Pensé que iba a andar bien, pero la verdad es que no podía estar todo el día encerrado en un consultorio. No era para mí. Me había acostumbrado a vivir de otra manera, más libre, con más movimiento. Al menos tengo la conciencia tranquila porque a los estudios los pagué yo.
–¿Qué pasó con la dirección técnica?
–Al poco tiempo de retirarme quedé a cargo de las inferiores en Racing. Entonces llegó una oferta de Estudiantes para que dirigiera la primera. Por educación lo comuniqué a los dirigentes y me pidieron que me quedara, porque querían que al año siguiente [1973] fuese el director técnico de la primera. Acepté y me equivoqué.
Ayudante de Menotti en el cuerpo técnico de Huracán
–¿Por qué se equivocó?
–Porque tendría que haber esperado que ellos depuraran el plantel, como tenían pensado hacerlo, y trajeran a los jugadores que les pedí, y recién entonces sí aceptar. Vendieron a [Ubaldo] Fillol y [Enrique] Wolff a River, no le renovaron el contrato a Daniel Onega, y la gente creyó que los había echado yo. Por otro lado, no concretaron ninguna de las compras que propuse. Había ido a Montevideo y convencí a Luis Cubilla de que viniera; les dije que trajeran a Julio Asad, de Vélez; a un chico de Newell’s. No compraron a nadie. Supuse que podía solucionar todo con trabajo, la pifié y me insultaban a mí. Fue una experiencia tan negativa que no quise dirigir más. [N. de la R.: Rulli estuvo 15 partidos en el cargo, en los que obtuvo 4 triunfos].
–¿Y cómo continuó su historia?
–Con algunos conocidos puse una empresa siderúrgica. Durante mucho tiempo fuimos proveedores de Techint de materiales que ella necesitaba para sus trabajos. Yo me ocupaba de los asuntos administrativos, y eso me duró hasta la edad de la jubilación.
–Pero nunca dejó del todo el fútbol.
–Por supuesto. Seguí jugando con amigos hasta los 82 años, y sigo mirando fútbol ahora. Aunque le reconozco que a veces me aburro y me pongo a mirar una película. Hoy no veo los jugadores que veía antes, cuando en todos los equipos había un par de tipos que jugaban bien.
–Pero sigue yendo al Cilindro.
–Ahí voy porque estoy como en mi casa. La gente me trata con afecto, con un cariño bárbaro. Llevo a mi nieto, que es de Gimnasia pero al que le gusta ir conmigo a Avellaneda. Me encuentro con amigos y exjugadores, aunque no de mi época, porque quedamos vivos ya muy pocos: Basile, [Alberto] Spilinga y yo. Los demás fueron yéndose, ¿qué le vamos a hacer?
El sol va cayendo lentamente en Villa Elisa y dibuja nuevas sombras sobre el jardín. La puerta de la sala de trofeos al fondo se cierra para conservar los recuerdos, las anécdotas, los secretos que siguen sin ser descubiertos. En cada café, en cada cena, en cada charla, y con sus 88 años, Juan Carlos Rulli, un grande de los de verdad, sigue destilando ese fútbol que nunca lo abandonó.