Volvieron los 90. Por las dudas, habría que ser más específico: volvió el tiempo que transcurrió entre 1986 y 1994, el lapso sin una Copa de las fuertes para los equipos argentinos. Entre el River ganador con el Bambino Veira y el Vélez de Carlos Bianchi pasaron siete ediciones de Libertadores. Nunca antes ni después habían pasado tantos años de sequía. Hasta ahora. La diferencia fue que entonces salieron campeones dos uruguayos (Peñarol y Nacional), un colombiano (Atlético Nacional), un paraguayo (Olimpia), un chileno (Colo Colo) y dos veces San Pablo, el único brasileño. Desde 2018, la última de un argentino, ya se sabe a quiénes perteneció la exclusividad de la alegría.
Flamengo tiene un buen técnico. Filipe Luis no sólo administra riqueza; también ajusta su formación con algún detalle táctico. En las conferencias se lo escucha criterioso, centrado. Consultado por la razón del dominio brasileño a nivel equipos, reconoció lo que se supone que atenúa la responsabilidad de un entrenador en un equipo ganador: “Creo mucho en el poderío económico. Nosotros en Flamengo pudimos hacerles propuestas más importantes que en Europa a algunos jugadores. A la larga tenemos más posibilidades”. A la larga y a la corta. Porque, ya veremos, en los detalles también se impusieron.
Brasil paga más y divide por menos (clubes). Multiplica. El fútbol argentino tiene una desproporción en el dinero que reparte (menor cantidad) y las tesorerías que cubre (mayor). Aquí cualquiera le gana a cualquiera, casi literal. La paridad está garantizada. Lo que no quiere decir que se potencie la calidad. Al contrario. La jerarquía se ve por televisión. En estos siete años de sequía en el torneo continental por excelencia, diez equipos se coronaron a nivel local entre ligas, copas menores y trofeos a un partido. Como si la competitividad hubiese potenciado a los chicos en sus sueños domésticos y, a la vez, debilitado a los grandes en sus objetivos internacionales.
Racing viene de ganar la Sudamericana, es cierto. En 2024 eliminó en hilera a los brasileños. Pero Cruzeiro no es Flamengo. La vara de la jerarquía está muy alta en la Libertadores. A los nuestros no los barre nadie, en general la ilusión les dura hasta el final. Hasta que se apaga de repente. Podría explicarse a partir de la superioridad de los rivales. Y entonces ya no habría mucho más analizar. Nos ganaron porque son mejores y listo. Pero el fútbol está repleto de sorpresas. La rebeldía lo constituye. De hecho, queda claro que se trata del punto fuerte que supimos concebir. Lo que sucede en nuestro ámbito no se extiende afuera.
La billetera juega, obvio. Es el punto de partida. Más disponibilidad para comprar, mayor calidad incorporada, mejor preparación hasta anímica de cara a la presión. Sin embargo, también son decisivos los detalles. Salvo excepciones, los argentinos compiten pero en algún momento caen. Son decisivos aquellos famosos detalles, como pudieron haber sido tres minutos de guardia baja, tal le pasó a River en la final de 2019 contra Flamengo, o una mezcla de bajón de tensión y expulsión absurda, lo de Boca en 2023 frente a Fluminense. Dos datos que traslucen este clima de época: 1) Con otro campeón por delante -Flamengo y Palmeiras jugarán la final exclusiva-, Brasil alcanzará a la Argentina en títulos en la Libertadores -25-; y 2) los equipos brasileños se impusieron a los argentinos en 18 de los últimos 21 cruces eliminatorios en la Copa. En términos suyos, los “mata mata” siempre tienen tienen al mismo asesino.
La Copa es larga; resulta clave que el pico de rendimiento coincida con las instancias bravas. Un equipo que gana con angustia en la fase de grupos puede ser finalista (Flamengo este año, así como River en 2015). Difícilmente uno al que ya le pasó lo mejor puede coronarse. Racing estaba más armado para ganar la Sudamericana del año pasado. Algunas piezas clave llegaron con lo justo a estas semifinales (Nardoni, Rojas), otros directamente no lo hicieron (Sosa, Pardo) y el nivel de un par de figuras había bajado (Maravilla Martínez, Martirena). El club se reforzó en cantidad, pero la calidad de los nuevos no le apareció.
El formato brinda posibilidades: existe la posibilidad de reforzarse en el medio de la competencia. De los últimos cuatro argentinos campeones de Libertadores, tres usaron la ventana previa a las semifinales: en 2009 Estudiantes incorporó a Rolando Schiavi, en 2014 San Lorenzo repatrió a Pablo Barrientos y en 2015 River adquirió a Lucas Alario ante la salida de Teófilo Gutiérrez. A Racing se le había lesionado Elías Torres. Ojeó el mazo, hizo alguna oferta, no cerró ninguna alternativa. Hay que llegar a noviembre con el menor margen posible de arrepentimiento.
Los equipos, si les falta la excelencia en individualidades, descansan en el funcionamiento. Los grandes de nuestro fútbol no lo tuvieron cuando lo hubiesen necesitado. Hace dos años, Boca atravesó instancias de manera muy ajustada. La ilusión se basó en los penales. En el caso de River, encima, el poderío económico no puede ser una excusa. Pagó mucho y le rindieron pocos. En esta Libertadores y en la anterior, no se pareció al que fue. Olvidó lo que había logrado en el anterior ciclo Gallardo: que los brasileños dejaran de ser un impedimento. Antes de la última eliminación, ni siquiera había generado ilusión. Habría que empezar por allí. Por lo elemental: armar un equipo confiable, hambriento, de estilo claro y decidido. Después llegarán las potencias. No se podrá eliminar las diferencias existenciales, pero sí tal vez se les pueda volver a ganar.
 
					 
							 
			

 
		 
		