Se llama Antonio, como Rattin, Román, como Riquelme; y su hijo lleva el nombre Armando, igual que uno de los presidentes que marcaron un antes y un después en la historia de Boca. Sin embargo, todo sucedió mucho antes de que esos nombres se convirtieran en símbolos xeneizes: Antonio tenía 29 cuando el Puma asumió la presidencia, 31 cuando Rattin debutó, 52 cuando nació Riquelme y 74 cuando levantó su primera Copa Libertadores. Al inaugurarse la Bombonera, en 1940, llevaba cinco años viviendo en Buenos Aires, e incluso llegó a conocer el viejo estadio de madera. Quien lo observa caminar por las calles del barrio Castex, en Flores, difícilmente imaginaría que el 9 de agosto pasado cumplió 100 años y que gran parte de ese siglo lo dedicó al club de sus amores. Pero Antonio también lleva una vida de sacrificio y trabajo que lo convierte en un personaje único para todos los vecinos.
Debe haber pocos hinchas en el mundo que puedan considerarse tan grandes como su club. Antonio es uno de ellos. Nació en 1925, apenas dos meses después de que Boca cerrara su histórica gira por Europa, aquella en la que venció al Real Madrid, se midió con los equipos más poderosos del continente y se convirtió en el primer conjunto argentino en maravillar ante los ojos del mundo. Desde entonces, la historia de Antonio y la de Boca fueron de la mano.
Su infancia comenzó lejos de Buenos Aires. Nació en Lavalle, a 15 kilómetros de Goya. Su padre, Eleodoro, fue colonizador de Gobernador Martínez, un pueblo cercano, y además el primero en labrar la tierra, cosechando y exportando tabaco, maíz y maní hacia Brasil. Su abuela materna, Liberata, nació en 1850, el mismo año en que murió el correntino más famoso, José de San Martín, y llegó a vivir 111 años. Antonio fue el décimo de once hermanos. Su padre murió cuando él era bebé y su hermana menor aún no había nacido: una tormenta lo enfermó y no logró recuperarse.
Tras esa pérdida, su madre y los once hijos se mudaron a Curuzú Cuatiá, frente a la casa de Tarragó Ros, el célebre músico y acordeonista de chamamé. El padre de Tarragó era comerciante de cueros, y su familia era una de las más acomodadas de la zona y de las pocas que contaba con una radio de galena. Con él, Antonio solía jugar a la pelota, escuchaba los partidos de Boca y, una vez leídas, se llevaba las revistas que llegaban a la casa de Tarragó para seguir las novedades del equipo. “Vi la camiseta y me enamoré de los colores”, recuerda.
Tenía ocho años cuando acompañó a Lindor, uno de sus hermanos, a Villa María, Córdoba, donde había sido trasladado como telegrafista del correo. Un año después, a los nueve, comenzó a trabajar en una sastrería: cosía botones, planchaba solapas, punteaba hombreras. Poco después, la familia se mudó a Buenos Aires y alquiló una pieza en el barrio de La Paternal, a dos cuadras de la cancha de Argentinos Juniors, que en ese entonces era apenas una quinta de verduras.
-Tuvo una infancia dura, Antonio.
-Sí, muy difícil. A los diez años empecé en la feria franca. Cobraba un peso por día y con eso pagaba el alquiler de la pieza, que costaba ocho pesos por mes. Como éramos muchos, no había lugar para todos, así que dormíamos sobre el cuero de una oveja. Arrancaba a las 3 de la mañana en la feria y volvía del colegio a las 11 de la noche. Después me puse a hacer de relojero, y a los 18 entré a trabajar en la Hispano-Argentina, donde se fabricaban motores, autos, ametralladoras y pistolas Ballester Molinas. Yo trabajaba con motores de aviación, y cuando estaban listos salíamos a probarlos. Subíamos al avión el piloto, el copiloto y yo; él nos llevaba a 3.000 metros de altura y ponía el avión boca abajo. Una vez tiré papelitos desde arriba para que mis hermanas vieran que estaba ahí.
-¿Así que estuvo a punto de ser futbolista?
-Hice Inferiores y llegué hasta la Cuarta División de Argentinos y de Ferro. Era buen marcador de punta, pero para jugar tenía que comprarme botines, medias, pagar el transporte… y en un momento se me hizo imposible. La última vez que jugué fue a los 85: en un cumpleaños familiar se armó un picado y me puse a atajar un rato. Además, siempre me gustó el agua. Nadaba en Vicente López y Olivos, y un día se me ocurrió fabricarme un bote para pasear y hacer remo. No sabía nada de carpintería, así que fui a San Fernando a ver cómo se construían, compré la madera e hice uno propio. Cuando lo terminé, tuve que romper la pared para sacarlo. Quedó tan bien que era el único bote que salía al río cuando estaba picado.
Antonio es de esos hinchas que pueden recitar de memoria y casi de manera perfecta una formación histórica de Boca: Estrada; Ibáñez, Valussi; Vernieres, Lazzatti, Erico Suárez; Tenorio, Alarcón, Sarlanga, Gandulla y Emeal, el equipo campeón de 1940, al que vio en cancha en la goleada 3 a 0 sobre Atlanta, en Villa Crespo, con goles de Gandulla, Carniglia y uno de sus jugadores favoritos: Piraña Sarlanga. Para él, todos los jugadores de Boca son sus ídolos, de cualquier época, aunque algunos, como Lazzatti, Gatti, Riquelme, Guillermo y Palermo, ocupan un lugar especial en su corazón azul y oro. Antonio lleva adelante la charla con naturalidad, casi sin ayuda. A su lado están su hijo Armando, su nieto Jonathan, periodista partidario del club, y su nuera Patricia, que ofrece empanadas y gaseosa. Demuestra un estado físico envidiable: se levanta, muestra la reposera de madera que acaba de fabricar, se sienta y vuelve a ponerse de pie para contar un chiste subido de tono.
-También fue fundador de la Unión Obrera Metalúrgica junto a José Ignacio Rucci.
-Trabajábamos en la Hispano Argentino: él era barrendero y yo, medio oficial. Yo cobraba 40 centavos la hora y él, 30. Éramos amigos. Para levantar la sede compramos una casa sobre la avenida Hipólito Yrigoyen, en Avellaneda, donde hoy funciona el policlínico. Le pusimos un portón de chapa y colgamos el cartel. Los del sindicato de Avellaneda eran comunistas: al día siguiente, todo el frente estaba baleado.
-¿En qué momento decidió apartarse?
-Con la Revolución Libertadora. Después fui delegado del sindicato del plástico, y hasta quisieron designarme para viajar a Ginebra a las reuniones de la OIT (Organización Internacional del Trabajo), en pleno exilio de Perón. Pero yo apenas hablaba español, no estaba preparado para eso. Además, no era fácil esa época. Con mis compañeros habíamos juntado plata para armar un consultorio dental para los afiliados, y vino el interventor, cambió los muebles, las cortinas, pintó todo… y se gastó hasta el último peso. Uno de la comisión me llevó a una reunión en la Secretaría de Trabajo, donde nos iba a recibir el hermano de Isaac Rojas (NdeR: el coronel Aurelio Adolfo Rojas), uno de los jefes de la Revolución. Nos tuvo horas esperando y, cuando por fin nos atendió, habló siempre él, y todo en su propio beneficio. Cuando terminó, le pedí la palabra: “Discúlpeme, ¿puedo hablar?“. Me respondió: ”No, no se lo permito». Entonces me puse de pie y le dije: “Yo fui educado con usted y lo escuché”. No me dejó continuar. Me levanté y me fui.
Antonio persiguió siempre un objetivo claro: que sus hijos, Mirta, Irma y Armando, tuvieran más oportunidades que él. Lo consiguió y, trabajando de lunes a lunes y de sol a sol, llegó a disfrutar casi una vida de lujos. La posibilidad de crecer apareció durante la Segunda Guerra Mundial, cuando el Reino Unido le compró a la Hispano-Argentina 45 mil pistolas para combate. Los empleados cobraban un peso extra por cada arma producida fuera de horario. Con el tiempo, logró independizarse. “Empecé con nada y terminé bastante bien, comprando máquinas de 15.000.000 de pesos al contado, cuando una Coupe Chevy valía 1.000.000”, explica. Hizo trabajos para la Ford, la Fiat y la IKA. Comenzó en un pequeño galpón alquilado en Caballito y, tras la muerte del propietario, tomó una decisión clave: vendió su casa en San Antonio de Padua y adquirió un taller en Villa Devoto.
-No dejó nunca de trabajar.
-Nunca, jamás. Es mi terapia. Amo trabajar.
-¿Y qué hace ahora?
-Chucherías. Reciclo materiales que la gente tira y fabrico portamacetas, adornos, un poco de todo. Hace poco cambié el bajo mesada de la cocina. Y si algún vecino necesita una mano, me toca el timbre y estoy. Mensajes no, porque no manejo el celular. A mí dejame con el teléfono de línea.
-¿Qué otros trabajos hace?
–Pinto, coloco cerámicas, hago remiendos. A un amigo le arreglé dos baños que eran una porquería. También le hice la torre y subí el tanque al techo. Lo único que no hago es electricidad; cuando era chico vi un accidente y nunca quise saber nada. Si es algo simple, me animo. Si no, ni lo intento.
-¿Le queda algo pendiente en su vida?
-No. Hice muchas cosas, pero desgraciadamente no llegué a cumplir todo lo que pensaba. Los amigos me fundieron… A uno le presté 111 millones de pesos, que eran 111 coches cero kilómetro. Nunca me lo devolvió. Una vez pensé en la pistola que había hecho yo mismo en la fábrica y que me había quedado de recuerdo, pero mejor no…
-Contra Banfield volvió a la Bombonera, ¿solía ir seguido o el trabajo se lo impedía?
-Iba, sí, pero primero estaba el trabajo. Tenía mucho que hacer. Quería salir de pobre, y lo logré. En los 70 íbamos con mi hijo y un primo a ver Tercera, Reserva y Primera. Después, a comer pizza a Banchero. Ese era el plan ideal.
-El día que festejó sus 100 años hubo una pantalla para ver el partido de Boca. A esta edad, ¿cómo se toma los resultados?
–No me gusta perder, siempre fui ganador. De la nada, llegué a mucho y pude haber llegado a más. Pensaba dejar 10.000 hectáreas de campo para mis hijos, diez hoteles en Mar del Plata… Incluso estuve cerca de comprarme un crucero, pero perdí todo. Igual, estoy satisfecho: terminé tercer grado y hablaba con ingenieros que venían a consultarme cómo podían hacerse las cosas.
-¿Y de salud cómo anda?
-Bien, con algunos achaques. A veces me duele el estómago porque como bastante. La vez pasada fui al médico y, cuando le conté mi problema, me preguntó: “Pero Antonio, ¿usted cuántos años tiene?” “99”, le respondí. Y me dijo: “¡¿Y hasta cuándo quiere vivir?!”.