Quizás convenga ver el asunto desde su propio ombligo. Porque la pregunta natural, la que sale sola, es la más obvia: ¿Qué será de la selección argentina sin él? Se la hacen sus compañeros, los entrenadores, las 85 mil personas en el estadio que le fijan la mirada toda la noche, los millones que lo miran por la tele y también usted, que lee este artículo. La respuesta está escrita en el futuro; conviene ejercitar la paciencia, aunque los del presente lleven ya un tiempo preparando el terreno para ese momento inevitable. Pero las señales de esta noche especial que el protagonista fue dando desde que pisó el campo de juego invierten el encuadre: ¿Qué será de Messi sin la camiseta que más ama?
Entró por primera vez a la cancha, en la archi promocionada última función suya por Eliminatorias, a las 19.54. Enseguida, la reverencia: “¡Meeeeessi, Meeeessi, Meeeessi!”, brotó de las cuatro tribunas. Saludó tímidamente con la mano izquierda levantada, mientras trotaba. Unos minutos después, mientras el cuerpo iba calentándose, su corazón también: abrió la boca para buscar aire y detener las lágrimas, cuando el canto se hizo ovación. ¿Lloraba? Hizo un esfuerzo supremo para impedirlo, como no pudo hace unos años: fue aquí mismo, una noche de frío como esta, cuando soltó lágrimas en catarata en medio los festejos por la Copa América ganada en 2021. Esa vez, después de hacerle tres goles a Bolivia, recogía tal vez por primera vez el amor unánime de un país que ahora sufre de amnesia y ya no recuerda que supo silbarlo y reprocharle “que no cantaba el himno”.
Nada de aquello existe ahora, en el momento en que el padre rompe cualquier protocolo, abraza a sus tres hijos y camina con ellos en el ingreso ya definitivo, para empezar el partido. A ningún empleado de Conmebol se le ocurre decirle “no señor, esto no está permitido. Imagínese si cada jugador quisiera entrar a la cancha con sus hijos, la fila llegaría hasta fuera del estadio”. Thiago, Mateo y Ciro no se despegan del hombre, ellos también son parte de esta función pensada como el primer vals de despedida.
Messi detiene el tiempo. Hace eterna la ceremonia, hasta que no hay más remedio que arrancar el juego. Quisiera meter esta escena, que nunca se había permitido en un partido oficial, en un frasquito. Y juntarlo con otros frasquitos que ya tiene, que se multiplican por ¿decenas? ¿centenas? ¿miles? En el palco 1 de la platea San Martín, Antonela -la madre de los tres que vuelven corriendo con ella, la compañera del más mirado- encabeza el batallón familiar que vino a vivir esta que, quien puede dudarlo, no es una noche más. La presencia de tantos Messi en el estadio lo certifica: que hayan venido todos desde Miami para un partido en el que no hay nada importante en juego, cuando la clasificación al Mundial es un asunto sellado y lacrado hace meses, se comprueba por el olor a primera despedida. Es así, Lionel Andrés Messi vive su PUN con la camiseta de la selección. Sí, es la Primera Última Noche. “Nos encargaremos de que haya más”, dijo Scaloni un día antes. Pero ya no será en el marco de un partido oficial.
Este cronista no tiene pruebas, pero tampoco dudas, de que el señor de la camiseta 10 desconoce que con su presencia igualó a Iván Hurtado en el tope de otro ranking: los dos suman 72 partidos en las Eliminatorias. Tampoco sabe Messi que podría ser por primera vez goleador de unas Eliminatorias en particular (ya lo es en general): marcha primero con ocho tantos y una fecha por jugar. Es información que él desecha, no le mueve un músculo de la cara. Lo que sí le llega al corazón, en medio de un andar impreciso (pierde pelotas fáciles, falla un centro sencillo, y así) es el homenaje de Julián Álvarez, que recorta en el área y le cede la pelota para que el capitán alimente la estadística. Controla y pica la pelota por encima de los cuerpos inertes de cuatro venezolanos: dos de ellos se chocan y le dan un tinte espectacular al gol. Es el primer gol de la noche. Otro más llega en el segundo tiempo, el del 3-0, gentileza de Thiago Almada: el número 16 como local en Eliminatorias, el cuarto en ese mismo ítem frente a la Vinotinto. Más números podrían amontonarse, pero la estadística no tiene alma, mejor guardarla para otra ocasión. Termina el partido adentro de la cancha, nada de un cambio para otra ovación, después de haber protagonizado un segundo tiempo a pleno,mucho más participativo, implicado en cada ataque.
“Gracias por todo mi capitán”, se lee en una bandera ubicada en la tribuna Sívori. Algo así canta todo el estadio, cuando el árbitro da paso a la celebración final y los fuegos artificiales se recortan sobre el cielo oscuro: “¡Que de la mano de Leo Messi todos la vuelta vamos a dar!”, se escucha. Sus compañeros, abrazados, saltan como cualquiera en la tribuna. Son su guardia pretoriana: lo escoltan mientras Messi vuelve a emocionarse, ríe, saluda de nuevo. Lo trajeron hasta acá, en un viaje que empezó tras la conquista en Qatar y podría seguir hasta el Mundial que viene. Sería el sexto de Messi, o debería serlo, aunque él lo ponga en duda con sus palabras: “Estoy ilusionado y con ganas, pero voy paso a paso. No tengo una decisión tomada”. Sus compañeros lo escuchan, saben el papel que juegan para convencerlo; interpretan a la perfección el rol que les toca. son los escuderos del Rey, que disfruta la cosecha de lo que le llevó sembrar una década y media. Ahora es tiempo de contar los granos. El hombre que detiene el tiempo se va, varios minutos después del partido, masticando felicidad. También nostalgia anticipada. Porque esta Primera Última Noche agranda la duda existencial: ¿Qué será de él cuando las luces se apaguen?