A Jorge Bergoglio lo aburría la solemnidad. Y cuando le tocaba ser la frutilla del postre de los innumerables compromisos apuntados en la agenda vaticana, se entregaba manso a ese vía crucis aunque en algún momento, inesperado, solía salirse del libreto episcopal.
Sus custodios sudaban cada vez que algún compatriota le ofrecía un mate pagano y el santo padre lo aceptaba.
O cuando decía que “sí” a lo que su entorno eclesiástico recomendaba que “mejor no”. Como sucedió en el cierre del aquel evento en el salón de actos del Sínodo, en pleno corazón del Vaticano, cuando después de una jornada que había comenzado muy temprano, el papa se estaba retirando a su residencia de Santa Marta y un joven argentino se le acercó para invitarlo a estampar la palma de su mano, o de su pie, en una tela inmensa que juntaba huellas dactilares multicolores en favor de la paz en el mundo.
“No, por favor”, se interpuso uno de los custodios. Pero Francisco ya había dicho que sí.
“Pero la mano”, se disculpó el santo padre por no sacarse los zapatos.
El papa Francisco barrió entonces con la mirada la feligresía que se amontonaba detrás de una cerca elegantemente acordonada para evitar que la devoción de los fieles se desbordara y distinguió a una nena, la única en la maraña de adultos, enrollada en las piernas de su mamá.
Le hizo señas con la mano. “Vení, vení -le dijo-. ¿Me ayudas?”
La nena levantó la vista hacia su mamá y le confesó: “Me da vergüenza. ¿Me acompañas?”
De la mano, ambas pasaron por debajo del cerco y se acercaron a Francisco. El papa tendió su palma abierta como en una ofrenda y la nena le pasó un rodillo verde por los dedos. Bergoglio aplastó su mano derecha sobre la tela. Hubo aplausos.
Esa nena es mi hija. Tenía tres años cuando conoció al papa Francisco en Roma. Habíamos viajado al Vaticano desde Bologna, donde vivíamos, para llevarle el primer fascículo de la colección de Clarín Con Francisco a mi lado, que él había aprobado a través de Scholas Occurrentes, la red educativa global que Bergoglio impulsó en los doce años de su papado.
Durante quince semanas, cada fascículo hacía foco en alguno de los valores que el papa Francisco predicaba: la amistad, la solidaridad, la alegría.
La colección atesoraba, además, un premio: que seis nenes de distintas geografías de la Argentina ganaran un concurso con sus dibujos y viajaran a Roma a conocer al papa.
Mi hija había escuchado que a Francisco le gustaban los dibujos que le mandaban los chicos y que los atesoraba en una habitación del Vaticano. Y le llevó unos barriletes de colores que el papa exhibió como un santo grial en el acto de inauguración de la plataforma scholas.social que unía a unas 350 mil escuelas en todo el mundo.
“Miren qué lindo -dijo Bergoglio del dibujo-. Así es la alegría”.
Pasaron los meses y los ganadores del concurso viajaron al Vaticano a conocer al papa. Sucedió en noviembre de 2015. Ese día, el piso de la sala de Santa Marta donde Bergoglio solía recibir visitas se cubrió de cartulinas, lápices y crayones. Mientras los invitados coloreaban, Francisco se sentó entre un monopatín y una oveja de peluche. Desde allí observaba y disfrutaba la escena.