En unos pocos días, las distintas alternativas del amplio abanico del centro a la derecha brasileña se adjudicarán la mayoría de las principales ciudades en disputa en el país. Es la segunda vuelta de las municipales, un barómetro de los reales poderes políticos de la nación continente. Su importancia es significativa porque adelantan el futuro. Pero no todo es lo que parece.
Una singularidad del comicio, no la única, es que el voto a esos partidos con la excepción del Liberal de Jair Bolsonaro, es reclamado por el PT de Lula da Silva. Aún más original, el planteo llega desde lo que queda de la vieja izquierda fundacional de esa fuerza hoy muy rosada. “Frente de derecha responsable”, lo ha llamado Gleisi Hoffman, la presidente del PT, la más dura en el discurso ideológico, al punto que llegó a felicitar a Nicolás Maduro por su “victoria” pese al evidente fraude electoral chavista, e ignorando la cautela de la Cancillería y del propio mandatario. Coherente con ese radicalismo, el domingo 6 de octubre de la primera vuelta, esta polémica dirigente apareció en un reportaje de la CNN brasileña sentada con una gran estrella roja a sus espaldas. Símbolos casi desaparecidos que conviven con el pragmatismo.
Un observador recién llegado a Brasil podría sufrir vértigos con estas aparentes contradicciones, además de la extraordinaria sopa de siglas de la oferta política del gigantesco país. Un dato es que el PT no tuvo la mejor performance en la primera ronda aunque podría mejorar en la segunda, este domingo 27, si gana, por ejemplo en la muy importante Fortaleza. Lo cierto es que en una elección que incluyó la disputa en más de 5.500 municipios los petistas pasaron de 181 a 250 alcaldías. No está mal pero lejos de las 600 que llegaron a controlar en épocas no tan lejanas. Visto en la disputa de fondo con el bolsonarismo, el PL del ex presidente pasó de 4,7 millones de votos en las municipales de 2020 a 15,7 millones ahora, un aumento del 236,2%, dice el portal de Estadao. El PT, también creció, pero de 6,9 millones a 8,9 millones.
Pese a ello esta notable fuerza política que colocó cuatro presidencias en este siglo, tres de Lula y una y media de Dilma Rousseff, se autopercibe ganadora debido a las alianzas tejidas con muchos de los partidos hacia el centro y a su derecha que es el territorio en el que hoy parece sentirse más cómodo el lulismo. El riesgo de esa mutación es que su identidad se disuelva en ese espacio más bien conservador al que parece marchar con firmeza el país.
El sello más exitoso en la primera vuelta no fue ni el PT ni el PL, sino una formación de centro derecha, el Partido Social Democrático (PSD). Esa estructura la fundó el ex alcalde de San Pablo, Gilbert Kassab y es un curioso aliado en distintas escalas del actual gobernante petista. Uno de sus dirigentes más relevantes, Eduardo Paes, a quien apoyó Lula, obtuvo una victoria abrumadora en Río de Janeiro, el bastión de Bolsonaro. Kassab, un hombre que vale la pena mantener en la memoria, bajo su paraguas reúne a conservadores, demócratas cristianos y liberales entre otras tribus. El PSD, además, fue uno de los operadores de la destitución de Rousseff, un proceso de impeachment que sacudió al partido y, también debido a la ineficiente gestión de esta mandataria, habilitó la irrupción inesperada de Bolsonaro y su novedad populista de ultraderecha.
Pragmatismo
Se podría suponer que el PSD sería un adversario fatal del PT. Pero es “la derecha responsable” de la que habla Hoffman. Ese movimiento no solo está enredado con el oficialismo a nivel partidario, también ocupa carteras relevantes en el gabinete con Marcio Franca en Emprendimientos y Carlos Favaro en Agricultura. Esa imbricación tiene pasillos sumamente vistosos. Por ejemplo, la hija de Favaro, Rafaela, es la vicepresidente del PT de Cuiabá que con el candidato Lúdio Cabral busca derrotar en segunda vuelta al bolsonarista Abilio Brunini.
Lula, con extremo pragmatismo, busca afianzar la alianza con esta fuerza para intentar eventualmente buscar la reelección dentro de dos años. A cambio habrá apoyos para Rodrigo Pacheco, un dirigente relevante del PSD, presidente del Senado, con vistas a las regionales de Minas Gerais, importante estado, segundo colegio electoral nacional.
Una curiosidad adicional en estos diseños la brindó la ciudad de San Pablo, la urbe más grande y opulenta de Brasil y de la región. Allí el partido de Kassab se distancia del PT y respalda al alcalde Ricardo Nunes del Movimiento Democrático Brasileño y cercano a Bolsonaro. Lula en cambio alzó la mano del diputado y filósofo, Guilherme Boulos, de una fuerza de izquierda que también giró a la socialdemocracia, el PSOL. Ambos pasaron al balotaje del próximo domingo 27. Difícil que no gane la derecha si se suman los votos que obtuvo el alcalde que busca la reelección y los del tercero en la batalla, el ultra conservador Pablo Marçal, la novedad en el territorio político brasileño.
Esa presencia desgastó a Bolsonaro, que se movió indeciso entre uno y otro, actitud que enfureció a su grey. Posiblemente el dato más impactante fue la ruptura con uno de sus principales y ruidosos aliados, el pastor Silas Malafaia. “¿Qué clase de líder basura es este?”, se pregunta en una entrevista con Folha de Sao Paulo. “Bolsonaro fue un cobarde .. jugó en ambos sentidos”, disparó. En el trasfondo de estos litigios yace la montaña de votos que el ex presidente ultraderechista obtuvo en la elección que perdió con Lula en octubre de 2022, la mayor para un derrotado en la historia de Brasil. Según los analistas, el ex mandatario no parece exhibir la carnadura para liderar ese poder que codician multitud de dirigentes.
El pastor, por ejemplo, reivindica al gobernador de San Pablo, Tarcisio de Freitas, dirigente del derechista partido Republicanos, un ex ministro de Bolsonaro, y que marcha bien posicionado en la carrera por comandar los votos bolsonaristas y apuntar a la presidencia en 2026. Otro nombre que tampoco conviene perder de vista.
Este diseño de alianzas tiene por el momento la dificultad de mantener un status quo complejo, especialmente por el virtual cogobierno que ejerce en Brasil el Congreso, un desperfecto que ha hecho bramar a Lula desde que llegó al Planalto. Se necesita un poder que aún no está presente para desmontar el control que el Legislativo ejerce sobre una parte del Presupuesto nacional, un privilegio extravagante que no existe en ninguna otra gran economía global y que el presidente describe abiertamente como “un secuestro” del erario público.
Según la Constitución brasileña de 1988, el Parlamento tiene la potestad de participar en la elaboración de esta ley fundamental. Pero en 2015, el Congreso enmendó la Constitución para obligar al Ejecutivo a separar al menos el 1,2% de los ingresos netos anuales y pasarlos a “partidas específicas”. Gobernaba en su último tramo Rousseff. En 2019 Bolsonaro, acosado por una maraña de pedidos de impeachment en su contra, concedió un 2% adicional de los ingresos que se repartieron entre las distintas bancadas del amplio Centrao del Parlamento.
Con la convicción de que este dispositivo pavimentaba una inevitable corrupción, la Corte Suprema se lanzó a echar todo hacia atrás. Pero los legisladores resistieron desde sus trincheras, incluso autorizando subvenciones con mecanismos cargados de picardías.
El Supremo multiplicó su presión, y últimamente Arthur Lira, el titular de Diputados, la Cámara de mayor poder y militante del derechista Partido Progresista (PP), propuso otra atrevida enmienda constitucional: permitiría al Congreso modificar o revocar fallos del alto tribunal, es decir disciplinar y subsumir al otro poder republicano.
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