La nueva Casa Blanca tiene una oportunidad en estas horas de tomar conciencia sobre el sentido real que ha tenido la guerra de Ucrania y la calaña de con quién deben tramitar un posible cierre del conflicto. El autócrata ruso Vladimir Putin dejó en claro que no aceptará un cese del fuego sin graves condiciones, aún a sabiendas de que se trata de un efímero éxito que pretende exhibir Donald Trump, quien ha volcado EE.UU. hacia la orilla rusa.
Moscú pretende una garantía concreta de una victoria contundente sobre el país europeo. A eso se refiere el concepto de “arreglo pacífico duradero”. No es tanto por lo que importa Ucrania para Rusia, sino por el valor que el régimen de Putin atribuye a esa victoria como efecto en todo el vecindario de su país. Bien lejos de los pretextos sobre el avance de la OTAN, que sí existió como una descomunal falla occidental, la guerra tuvo el propósito de edificar una influencia absoluta de Rusia sobre su entorno. Respondía a una necesidad objetiva para aumentar su peso político y salir de la trampa de su realidad de potencia mediana regional.
Si efectivamente EE.UU., como proclama, pretende un nuevo Yalta, en el espejo del que reunió en la posguerra a Churchill, Stalin y Roosevelt, repartiendo esta vez el mundo con chinos y rusos, Moscú reclama que ese paso comience ya con Ucrania. Sus demandas son básicas. Los territorios tomados no serán devueltos; no habrá fuerzas internacionales garantizando la paz; se desarmará el ejército de Kiev y quedará de ese modo bajo la manda rusa que era la intención original del conflicto.
Las pretensiones de Moscú, que EE.UU. no parece poder revertir, son precisamente las que los europeos no están dispuestos a aceptar. Saben que el precedente de un país armado avanzando sobre territorios soberanos del continente e ignorando la juricidad internacional condena a la UE a su desaparición. Un objetivo que EE.UU. comparte con Rusia , al riesgo de fulminar la hegemonía norteamericana. China, por cierto, celebra a la distancia.