Kamala Devi Harris tiene un nombre “raro” para un estadounidense, como recordó con ironía el martes otro de nombre extraño como el ex presidente Barack Hussein Obama. Kamala significa flor de loto en sánscrito, se pronuncia Kámala y es un sello muy fuerte sobre su origen indio, que también suma ascendencia africana. Ella lo lleva con orgullo y es un emblema de su identidad diversa, una mezcla más bien parecida al Estados Unidos actual, pleno de inmigrantes. Donald Trump intenta menospreciarla llamándola Kambala o Kabala pero no le da resultado porque ella sigue firme en su camino ascendente, que puede llevarla a hacer historia.
Kamala ha pasado su vida rompiendo barreras y ahora, a los 59 años, tiene el desafío de quebrar la más importante porque puede convertirse en la primera mujer presidenta de Estados Unidos y la primera de ascendencia asiática y afroamericana. Barack fue el primer hombre negro en llegar a la Casa Blanca.
Kamala nació en Oakland, California, en un barrio de mayoría negra y apenas caminaba cuando ya iba a las manifestaciones por los derechos civiles con sus padres, un economista jamaiquino y una madre científica india que llegaron a Estados Unidos para estudiar en la universidad.
Cuando ella tenía 7 años los padres se separaron. La pequeña Kamala y su hermana Maya conservaron las tradiciones de ambas culturas mientras aprendían sobre hinduismo y viajaban a la India y también cantaban en un coro de la iglesia bautista. Más tarde, la madre consiguió un trabajo para investigar sobre el cáncer en Quebec, Canadá, y allí se mudó con sus hijas por varios años.
A los 18 años Kamala decidió instalarse en Washington para estudiar en la Universidad Howard, considerada la “Harvard afroamericana” y siempre ha dicho que esa ha sido una de sus experiencias más formativas de su identidad. Para solventar sus gastos, ella trabajaba en un McDonald´s, friendo papa fritas al principio y luego en la caja atendiendo a los clientes. Se estima que uno de cada ocho estadounidenses alguna vez en su vida fue alguna vez empleado de esa cadena de comida rápida, una experiencia de la que Kamala siempre se enorgulleció y hoy exhibe como ejemplo de su historia de la clase media.
Kamala comenzó su carrera como fiscal en San Francisco y luego ganó el cargo de Fiscal General de California. Más tarde, por su carisma, su capacidad oratoria y su tenacidad en la lucha contra el delito, se puso en campaña para convertirse en Senadora nacional, una banca que ocupó en 2017 y desde allí fue una dura crítica de la gestión de Trump. Durante la pandemia peleó por beneficios para los sectores más desprotegidos.
Bajo perfil
Se lanzó a la carrera presidencial en las primarias demócratas de 2020, pero enseguida dio un paso al costado cuando se dio cuenta de que sus chances no eran buenas y apoyó a su rival en la interna, Joe Biden. Este gesto agradó a Biden que enseguida la consideró para ser su vicepresidenta porque además de que era amiga de su hijo Beau y un símbolo de diversidad, ella le aportaba juventud a la fórmula.
Casada a los 50 años con el abogado Doug Emhoff, los dos hijos de él la llaman “Momala”, una mezcla de mamá y Kamala, en una familia ensamblada que fue protagonista durante la convención. Es una experta cocinera, le gusta bailar y su risa a carcajadas es un sello que Trump busca atacar, calificándola de “loca”.
Durante su vicepresidencia mantuvo un bajo perfil. Al principio tuvo problemas en organizar su propio gabinete, que tuvo algunas deserciones, pero luego todo pareció encarrilarse. Biden le asignó una misión casi imposible, que era frenar la inmigración reduciendo las malas condiciones de los países de origen. Y ese es uno de los puntos de ataque de Trump.
En campaña, ella recordaba una anécdota familiar. «Mi madre me decía a menudo: Kamala, podrías ser la primera en lograr muchas cosas. Asegúrate de que no sea la última». Ella ya ha roto varias barreras en su carrera. Y aún puede llegar a quebrar la más importante de su vida.