“Si pequeña es la patria, uno grande la sueña, mis ilusiones, mis deseos y mis esperanzas me dicen que no hay patria pequeña”. Rubén Darío demostró su amor por Nicaragua en sus versos, en su vida como periodista y diplomático curiosamente en la Argentina. En su poema “Nicaragua”, Darío llama a su país “Madre” y describe sus características.
En Adiós Muchachos, Sergio Ramírez cuenta su experiencia como testigo de la revolución sandinista, de la que fue vicepresidente que, aunque no pudo cumplir todos sus objetivos, le permitió, según sus palabras, traer la democracia a Nicaragua. Por su parte en su libro Maten al León, que es una alegoría de las dictaduras latinoamericanas, el escritor mexicano Jorge Ibargüengoitia, cuenta la historia de un tirano en una isla caribeña que quiere perpetuarse en el poder manipulando las leyes y eliminando a sus opositores.
Hago referencia a estas obras de la literatura para analizar la decisión de Daniel Ortega, ese hijo de Nicaragua que formó parte de esa generación de muchachos de una revolución romántica donde él es el único que sobrevive y lleva ya 45 años en la escena política nicaragüense cercenando las libertades públicas en ese país, que en estos días pasados decidió modificar la Constitución nicaragüense para que le otorgue a él y a su esposa, Rosario Murillo, un nuevo tiempo y el control absoluto sobre los tres poderes del Estado.
Bajo el título de “Ley de Protección de los Nicaragüenses ante Sanciones y Agresiones Externas”, Ortega presentó ante la Asamblea Nacional la iniciativa de ampliación del mandato presidencial de cinco a seis años y confirma el poder que ya tiene Murillo al igualarlo al del suyo pues eleva su rango de vicepresidenta a «copresidenta». La creación de estas figuras de copresidente y copresidenta garantiza la sucesión dinástica, proyectando al hijo de la pareja, Laureano Ortega Murillo, como su sucesor.
La reforma afectará a más de 100 artículos de la actual Constitución que el gobierno de Ortega ya ha enmendado en 12 ocasiones desde 2007, incluida una que le permitió ser reelegido de forma indefinida en el cargo y oficializa la figura de los «policías voluntarios» como «cuerpo auxiliar de apoyo a la Policía Nacional, integrada por ciudadanos y ciudadanas nicaragüenses que prestan sus servicios de forma voluntaria.
Daniel Ortega, nacido el 11 de noviembre de 1945, apareció hace más de cuatro décadas, como uno de los líderes del Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN), y se convirtió en una figura permanente en la historia moderna de Nicaragua. Desde 1979, cuando asumió la coordinación de la Junta de Gobierno de Reconstrucción Nacional (JGRN) después del triunfo de la revolución contra la dictadura somocista, ha sido un rostro constante para los nicaragüenses y se ha mantenido en ella anulando candados constitucionales contra la reelección y cualquier rastro de competencia política.
Tras la masacre y represión contra la Rebelión de Abril de 2018, que dejó más de 325 muertos, Ortega impuso un estado policial de facto, hay cientos de presos políticos y cientos de miles de exiliados por la persecución política de sus operadores y simpatizantes y se ha convertido en el principal aniquilador de los derechos humanos y las libertades públicas, religiosas de los nicaragüenses. Con estos antecedentes, es el mandatario con más tiempo en el poder en Nicaragua, incluso superando a los dictadores Anastasio Somoza García y Anastasio Somoza Debayle juntos, a quien enfrentó y combatió por su destitución.
Contrario a lo que pasa en Venezuela donde las elecciones pasadas mostraron una fortaleza interna de la oposición radicada en el país, hoy la oposición de Nicaragua, dispersa en el exilio, enfrenta un reto que ha sido imposible cumplirlo: lograr la unidad. Si bien todos coinciden que el problema fundamental en Nicaragua es entre dictadura y democracia y Ortega es el adversario de todos, la oposición está completamente desbaratada y carece de un rumbo, ya que no ha podido establecer una hoja de ruta precisa sobre qué objetivos estratégicos fijarse y cómo alcanzarlos.
Luego del encarcelamiento de las principales figuras políticas, en febrero de 2023 el gobierno de Daniel Ortega retiró la ciudadanía a más de 300 y deportó 222 opositores por considerarlos traidores a la patria. Esa diáspora que por un lado puede considerarse el principal motivo que imposibilita el organizarse, es para muchos también el producto de la lucha por liderazgos, de una cultura política ya conocida en la historia del país, del cacique, del hombre fuerte, del tirano, del mesías que va a resolver todos los problemas.
Lo que es un hecho, es que en este momento no hay ningún elemento, ni liderazgo para decir cuál es la organización que tiene que encabezar la oposición. Así como en 1990 la coalición UNO, liderada por Violeta Chamorro, sumó todos los esfuerzos que estuvieron comprometidos con la democracia y derrotaron al sandinismo, en esta oportunidad afloran los recelos entre las corrientes opositoras de izquierda y derecha que plantean en el fondo una aun mayor división creando las desconfianzas, incluso los odios o diferencias ideológicas.
El triunfo de Trump, ha entusiasmado a la oposición en el exilio y esperan que en la figura del próximo presidente de los Estados Unidos surja una expectativa de que algo esté por suceder, que va desde que el gobierno de Ortega termine por fraccionarse internamente, hasta caer de un momento por fuerzas externas y esta sensación, muy poco probable, ha venido alimentando estas divisiones que requieren una madurez política que hoy no se percibe.
Si bien, ayer mismo, la Secretaría General de la Organización de Estados Americanos (OEA) emitió un comunicado en el que dice que «rechaza y repudia la iniciativa de ‘ley de reforma'» presentada por Ortega, es un hecho que Nicaragua, hoy padece de un nuevo proceso de perpetuarse en el poder, a partir de eliminar por diferentes medios cualquier voz opositora o disidente en el país.
Para quienes sienten que siempre habrá un rayo de luz para esa Nicaragua que podrá ser abatida pero nunca vencida, les invito a leer en la nostalgia ese celebre escrito de Rubén Darío en 1907, titulado Poema del Retorno, con la esperanza que la pesadilla de otra dictadura en América latina llegue a su fin.
Ferrari Wolfenson es Consultor Internacional en temas de fortalecimiento de gobiernos latinoamericanos. Fellow del Centro de Estudios Internacionales de la Universidad de Harvard.