La crisis en torno a la Embajada argentina en Caracas aparece como el escenario elegido para el estreno de Diosdado Cabello, el segundo hombre en el poder chavista y un militar acaudalado que solo entiende de garrotes, como nuevo ministro del Interior, a cargo de las fuerzas de represión.
La ofensiva sobre la sede diplomática es una exhibición estridente de ese estilo de entender el poder, como una advertencia de ausencia de límites al nutrido manojo de enemigos alrededor del mundo que se ha agenciado el régimen. Pero este movimiento tiene el costo de que despedaza los pocos vínculos que aún sobrevivían de la autocracia chavista con Brasil, protector formal de ese edificio donde ha izado su bandera. Pero también un referente clave para el régimen.
El episodio indicaría el cierre definitivo de un círculo en el vértice del poder chavista que comenzó a configurarse tras las elecciones del 28 de julio. El estruendoso fracaso del supuesto de que la oposición se deshilacharía en esa votación debido a la proscripción de la totalidad de sus líderes más importantes, disolvió las internas en la cúpula. Puede más el espanto que el afecto, ya se sabe.
Lo que quedó es la versión más radical y despótica del modelo. Ese paso implica varias lecturas. El arrinconamiento del régimen no es la menor de ellas. La furiosa represión con cerca de dos mil presos, muchos de ellos adolescentes, todos acusados de terrorismo y con riesgo de condenas por decenas de años, es una muestra de la misma dureza, pero que también desnuda la imprevisibilidad que confronta el experimento bolivariano.
En ese sentido, se debe observar la brutalidad en las calles como un efecto proporcional al tamaño de la oposición que revelaron los reales números de las urnas. Un cálculo moderado indicaría que cerca de 80% de los venezolanos, incluyendo a los ocho millones de expatriados y amplias lonjas del antiguo chavismo, se pusieron de pie contra del régimen.
De modo que Nicolás Maduro y su grey se descubrieron al cabo de aquella jornada electoral como una minoría, una situación incómoda que define comportamientos desconfiados y paranoicos. Por eso entre aquellos presos hay también muchos militares y hasta ex jerarcas del decadente poder chavista como Tarek el Aissami.
La ofensiva sobre la Embajada exhibe otra dimensión. Brasil en su comunicado breve y cortante, le avisa al régimen que no debe cruzar una línea roja donde lo que se debatiría es una cuestión de poder. Los tamaños entre ambos deberían ser suficientemente definitorios.
La potencia sudamericana, la segunda economía del hemisferio y la mayor de la región, no puede aceptar ligeramente un desprecio de esta magnitud a su autoridad que, además, alimenta a los enemigos internos del Lula da Silva.
El incidente puede recodarle a Brasilia, de paso, los costos de haber elegido un camino de cuidados reproches en puntas de pie, casi comprensivo, frente al evidente fraude electoral de Maduro y el total desinterés del régimen por el “diálogo” que enarbola Brasilia.
Cabello debe suponer que todo se resume a la prepotencia. Pero Brasil tiene un poder enorme para poner en caja al régimen con capacidad de influir sobre los aliados globales que aún le quedan a Caracas, China, Rusia o Irán y que son socios en distintos niveles del gigante sudamericano, desde ya más valioso que el aventurerismo chavista.