Adolf Hitler no murió el lunes 30 de abril de 1945. Lo hizo unos 4.200 días después, el 25 de octubre de 1956. Y no, en esa afirmación no hay ni asomo de teorías conspiranoicas, rumores descabellados sobre fugas ultra secretas a bordo de aviones o submarinos, pactos al más alto nivel entere el Führer y Washington a cambio de los secretos de la tecnología militar nazi o historias fantasiosas sobre cómo Hitler acabó en la Antártida, un remoto monasterio de Lugo o en la ciudad de Mendoza, al oeste de Argentina. No. Que al líder nazi solo se le puede dar por muerto desde octubre de 1956 no tiene nada de polémico ni disparatado.
Y hay una buena razón para ello. Una que implica una investigación de varios años con entrevistas sumarias a más de 40 testigos y un informe forense de 80 páginas.
Un hombre, muchas muertes. Sobre la muerte de Hitler han corrido ríos mares océanos de tinta. A lo largo de las últimas ocho décadas han circulado todo tipo de teorías —a cada cual más descabellada— sobre cuál fue el destino del líder nazi, dónde, cuándo y en qué condiciones murió, si escapó del Führerbunker en el que se recluyó en los compases finales de la guerra y, en ese caso, cómo lo hizo.
La profusión de historias sobre qué pasó con el Führer más allá de abril de 1945 es casi comparable con la de teorías sobre el lugar de nacimiento de Colón. Circulan muchas. Muchísimas. Y diversas. Diversísimas. La mayoría muy endebles.
¿Adolf Hitler en la Antártida? Sin ánimo de ser exhaustivo, ahí va una pequeña lista de algunas teorías sobre la suerte que corrió Hitler. Una aseguraba que tras escapar del búnker, Hitler se subió a un submarino alemán y acabó en un rancho de América del Sur. Hace años un empresario argentino llegó a asegurar que tenía pruebas de que el dictador alemán murió en 1987 en Mendoza, Argentina, donde había vivido con Eva Braun y cuatro hijos adoptivos.
Otra teoría sostiene que Hitler se refugió en la Tierra de la Reina Maud, en la Antártida. Hay historias sobre cómo llevó una vida ermitaña en una remota cueva de Italia, cómo terminó de pastor en los Alpes suizos, encontró trabajo de croupier en un casino francés, se le vio vagando por Irlanda o Colombia o incluso se refugió en el monasterio de Samos antes de embarcar en un submarino rumbo a América.
En general todas las teorías parten de la misma base: bien apoyándose en la extensa red de espías tejida por los nazis a lo largo del mundo o un pacto con la inteligencia estadounidense a cambio de los secretos de la tecnología alemana, Hitler logró escapar del búnker en el que se le pierde la pista en abril de 1945.
Pero… ¿Qué pasó? La polémica en torno a la muerte de Hitler es más una cuestión de color que de fondo. Por lo general los historiadores no tienen dudas. Sobre la suerte que corrieron el Führer y su esposa, Eva Braun, hay un consenso amplio y bien consolidado. Hitler se suicidó el 30 de abril de 1945 en su búnker de Berlín. Lo hizo con ayuda de cianuro y un balazo en la cabeza. Su cadáver y el de Braun acabaron calcinados por deseo expreso del propio Hitler, que días antes de quitarse la vida lo había ordenado así para evitar caer en manos de los rusos.
Además de múltiples testimonios recabados en los años 40 y 50, la versión del suicido quedó en parte confirmada en 2018 por el forense Philippe Charlier, quien junto al resto de sus colegas pudo examinar en persona los supuestos restos óseos del Führer (pocos) que todavía conservan los servicios secretos rusos.
Su análisis corroboró que los dientes que se preservan eran de Adolf Hitler, algo que se constató con ayuda del historial dental del líder nazi, y reveló que las piezas muestran manchas azules que concuerdan con la versión de que tomó cianuro. En los fragmentos de cráneo atribuidos al Führer se aprecia además un agujero en un lateral. Otra pista que secunda la historia de que se descerrajó un balazo.
¿Y por qué tantas teorías? Si algo ha demostrado la historia es que no hace falta mucho para que las teorías conspiranoicas o disparatadas surjan en torno a ciertos personajes como las setas en una mañana lluviosa de otoño. En el caso de Hitler se suman sin embargo varios factores, que son los que explican la profusión de relatos en torno a sus últimos días. La primera es que alentar la idea de que Hitler había logrado escaparse tenía claras implicaciones geoestratégicas.
El líder de la Unión Soviética, Iósif Stalin, no tardó en entenderlo. Eso y que en plena Guerra Fría debilitaba a sus oponentes cada vez que sembraba dudas sobre la suerte que había corrido el dirigente nazi. «Su estrategia era asociar Occidente con el nazismo y hacer que los británicos o los estadounidenses debían estar ocultándolo», recuerda Anthony Beevor, autor de ‘Berlín: la caída de 1945’.
Otra clave es cómo el propio régimen nazi quiso gestionar el relato del fallecimiento. Que el Führer se hubiese quitado la vida con un sorbo de veneno y una pistola no resultaba especialmente épico, así que el 1 de mayo de 1945 la radio de Hamburgo dio la noticia de su muerte con una versión mucho más acorde con las gestas bélicas. Según la emisora, a Hitler no lo encontraron derrumbado en un sillón, sino que murió «luchando hasta su último aliento», como «un héroe».
¿Muerto en 1945 o 1956? Ambos años, en realidad. Aunque de formas muy diferentes. La versión oficial no deja lugar a dudas: Adolf Hitler se quitó la vida en su búnker el 30 de abril de 1945. Ahora, para al menos parte de la administración alemana ese deceso tardó bastante en hacerse oficial. Como recuerda Associated Press (AP), que todavía conserva en su archivo histórico la documentación de la época, al Führer no se le declaró oficialmente muerto hasta el otoño de 1956.
Del trámite se encargó el Tribunal de Primera Instancia de la ciudad de Berchtesgaden, en los Alpes bávaros, un lugar frecuentado por Hitler. Cerca de allí está de hecho el famoso «Nido del Águila». El documento que acreditaba que Hitler había pasado ya a mejor vida se colgó del tablón del tribunal, donde siguiendo el protocolo habitual permaneció expuesto durante cuatro semanas.
«Se certifica que Adolf Hitler, nacido el 20 de abril de 1889 en Braunau am Inn, ha fallecido. Se certifica que la hora de su muerte fue el 30 de abril de 1945, 15.30 h», podía leerse en el documento junto al lugar y la fecha (Berchtesgaden, 25 de octubre de 1956) de la firma y el nombre del Dr. Heinrich Stephanus.
«Oficialmente muerto». El episodio quizás no resulte tan popular como las teorías de su fallecimiento o el relato de lo ocurrido el 30 de abril de 1945, pero el proceso que certificó la muerte de Hitler en 1956 generó una expectación notable en su época. El 24 de octubre The New York Times publicaba una crónica en la que avanzaba que al nazi se le declararía «oficialmente muerto» esa misma semana. «Se suicidó hace más de 11 años en el búnker de la Cancillería en el Berlín sitiado, pero los rumores siguen apareciendo», reconocía su cronista desde Berchtesgaden.
Otro diario europeo, el Belfast Telegraph, publicaba poco antes, el 17 de octubre de 1956, otro artículo con un titular igual de chocante para sus lectores irlandeses: «Hitler morirá este mes». La noticia tuvo eco también en la prensa española.
«La segunda muerte de Hitler». «Después de las noticias publicadas en los periódicos sobre la muerte del Führer, ya no debería haber ninguna duda sobre su muerte. Sin embargo, tuvieron que pasar más de 11 años para que se hiciera oficial. Hace 60 años, el 25 de octubre de 1956, el tribunal del distrito de Berchtesgaden declaró muerto a Hitler», recoge un informe publicado en la web de los Archivos Estatales de Berlín con un título evocador: «La segunda muerte de Hitler».
Pero… ¿Por qué? Si la inmensa mayoría de la población y los historiadores daban a Hitler por muerto desde 1945 —conspiranoicos a parte—, la pregunta es evidente: ¿Por qué tardó más de 11 años el tribunal de distrito de Berchtesgaden en declarar el deceso? Por más lenta que fuese la justicia y polémico que resultase el personaje, ¿cómo es posible que el proceso tardase tanto? La respuesta es simple.
Para dar por muerto y enterrado (administrativamente hablado) al Führer fue necesaria una larga y minuciosa investigación durante la que se interrogó a 42 testigos. Y no todos estaban en las mismas circunstancias. Ni disponibles.
El testimonio de Linge y Günche. La justicia de Berchtesgaden puso en marcha los engranajes para declarar muerto a Adolf Hitler en 1952. Y para que el proceso zanjase cualquier asomo de dudas, el juez quiso escuchar a cuantos más testigos mejor. Incluidos colaboradores del Führer que estaban a su lado a finales de abril de 1945, como Artur Axmann, ex líder de las Juventudes del Reich. De él se cuenta que tomó la pistola con la que el dictador se había quitado la vida.
Entre los 40 testigos figuraban el ayudante personal de Hitler, Otto Günsche, y su ayuda de cámara, Heinz Linge, quienes se encontraron con los cuerpos sin vida del líder nazi y Eva Braun en el búnker. El problema es que ambos, tanto Linge como Günsche, estuvieron tiempo bajo custodia soviética. No regresaron hasta 1955.
Zanjando el debate. Hay otra clave que ayuda a entender que el certificado de defunción llegara casi 4.200 días después de su muerte. Aunque lo ocurrido en el búnker nos parezca claro ahora, Der Spiegel recuerda que desde mayo de 1945 los servicios secretos y las autoridades, incluido el FBI, se habían dedicado a perseguir pistas del dictador por todo el mundo, sobre todo después de que en verano de ese año, durante la Conferencia de Potsdam, Stalin se dedicase a sembrase dudas.
El certificado colgado por el tribunal de Berchtesgaden en su tablón de anuncios sirvió para poner un punto y final a aquellas teorías. El 25 de octubre el documento estaba disponible para los ciudadanos bávaros. Al día siguiente figuraba ya en los periódicos de todo el planeta. Adolf Hitler estaba oficialmente muerto.
Lo acreditaba nada menos que un proceso judicial de cuatro durante el que se escuchó a 42 testigos y un informe de 80 páginas elaborado por varios expertos en ciencias forenses. «Ya no puede haber la menor duda de que Hitler se quitó la vida el 30 de abril de 1945 en el Führerbunker de la Cancillería con un disparo en la sien», proclamó ufano el juez Stephanus en 1956, tras cerrar el trámite.
¿Por qué en 1952? La otra pregunta clave. Aclarado por qué duró tanto el proceso, surge otra cuestión: ¿Por qué no se inició hasta 1952 si Hitler se había suicidado siete años antes? ¿Y por qué el trámite recayó en Berchtesgaden y no en Berlín? Las respuestas son en este caso mucho más prosaicas. Dinero. Lo explican los diarios Spiegel y Die Presse en dos exhaustivos artículos sobre el proceso.
El objetivo de la justicia bávara no era tanto acabar con la leyenda ni las teorías conspiranoicas sobre el destino de Hitler, como sí zanjar los cabos que quedaban sueltos en torno a su herencia. Aunque el Führer llevase años muerto, su figura aún generaba algo mucho más tangible que los rumores: intereses económicos.
Zanjando disputas. ¿Qué hacer con las propiedades de Hitler? ¿Y con los derechos de Mein Kampf, el manifiesto que había publicado en 1925? Die Presse recuerda que se habían transferido al Estado de Baviera en 1948, pero el hecho de que aún no existiera un certificado oficial que acreditase el deceso del dictador los dejaba en un limbo incómodo, expuesto a disputas. Además el Füherer aún tenía fieles seguidores que seguían mencionándolo en sus testamentos, con lo cual todo indicaba que el problema podría irse agravando con el paso de los años.
La necesidad de declarar al líder nazi difunto se planteó en Berlín y Viena, que también mostraron interés en el proceso; pero acabó recayendo en Berchtesgaden, donde se encontraba Berghof, la residencia de descanso de Hitler. La complicada y enrevesada tarea de dejar enterrado y bien enterrado al líder nazi en términos burocráticos acabó recayendo así sobre el Dr. Heinrich Stephanus.
«Sentado en un sillón». El proceso sirvió para algo más que certificar su muerte. Los testimonios de Günsche y Linge ayudan a comprender mejor qué ocurrió aquel 30 de abril de 1945 en el búnker de Hitler y qué vieron las primeras personas en acceder a la habitación en la que se había quitado la vida.
«Hitler estaba sentado en un sillón. La cabeza colgaba sobre el hombro derecho, que también colgaba sobre el respaldo, y la mano colgaba inerte. Del lado derecho había un agujero de bala», relató Günsche durante su entrevista. A su lado estaba el cadáver de Braun. En la estancia se respiraba un penetrante olor a almendras que, concluyeron los expertos forenses, era un signo delator del uso de cianuro.
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