Si nos acercamos a la RAE vemos que la definición de empatía es la “identificación mental y afectiva de una persona con el estado de ánimo de otra”. Lo cierto es que, de alguna forma, la empatía mueve el mundo (y sí, la maldad diríamos que también). Hoy sabemos por estudios que también salen “empatías escacharradas” pero es tan esencial para nuestras relaciones sociales que hasta los animales la tienen. Sin embargo, el origen de la empatía había sido un enigma. ¿De dónde viene todo este “buen rollo”? Un macroestudio se propuso solucionarlo.
El estudio. Publicado este año en la revista Child Development, el trabajo de la Universidad de Virginia siguió a 184 adolescentes durante más de 25 años: desde los 13 años hasta los 30. Era de suponer que las más de dos décadas de seguimiento podrían poner punto y final a la gran pregunta sobre la empatía humana. ¿Los resultados? En esencia, descubrieron que la empatía es contagiosa.
Primera fase. Como decíamos, el experimento empezó poco antes de entrar en el nuevo milenio. Desde entonces, se repitió el ritual 25 años: grupos de adolescentes, sus madres y su amigo más cercano fueron invitados al laboratorio de investigación de la Universidad de Virginia para participar en la resolución de problemas o la búsqueda de consejos, primero con su madre y luego con su amigo, horas y horas de sesión grabadas en vídeo.
De esta forma, se registraron todas las interacciones para codificar la calidez materna y el apoyo emocional de la madre al adolescente, seguido de la codificación de comportamientos similares en cómo los adolescentes apoyaban a sus amigos cuando el amigo les pedía consejo. Dicho de otra forma, los investigadores observaron cuánta empatía mostraba la madre hacia su hijo de 13 años cuando su hijo adolescente necesitaba ayuda con un problema. “Medimos la empatía evaluando la presencia y participación de las madres en la conversación, si comprendían con precisión el problema de su hijo adolescente y cuánta ayuda y apoyo emocional ofrecían”, subrayan los investigadores.
Segunda fase. Luego, cada año hasta que los adolescentes tenían 19 años, el equipo observó si mostraban ese mismo tipo de comportamientos empáticos hacia sus amigos cercanos. Finalmente, cuando los adolescentes pasaron a tener 30 años y sus propios hijos, se les preguntó sobre su propia crianza y comportamiento como padres y la empatía de sus hijos pequeños.
“Por ejemplo, los padres calificaron la frecuencia con la que su hijo trata de comprender cómo se sienten los demás y trata de consolar a los demás”, explican.
Resultados. ¿Qué descubrieron? Que cuanto más empática era una madre con su hijo adolescente a los 13 años, más empático era el adolescente con sus amigos cercanos a lo largo de la adolescencia. Luego, entre los adolescentes que tuvieron hijos, los que habían mostrado más empatía por los amigos cercanos cuando eran adolescentes se convirtieron en padres más comprensivos cuando eran adultos. A su vez, las respuestas de apoyo de estos padres a las angustias de sus hijos se asociaron con informes de empatía de sus pequeños.
Dicho de otra forma, los resultados del macroestudio mostraron que la empatía de las madres por sus hijos adolescentes predijo la empatía en una especie de “contagio generacional” hasta llegar a la próxima generación de niños. Sí, parece que cuanto más se practica la empatía con los adolescentes, literalmente la transmitimos a la próxima generación.
Por qué es importante. Como cuentan en su estudio, que la empatía se “herede” es algo que nos permite, en teoría, pasar entre generaciones. La capacidad de empatizar con otras personas en la adolescencia es una habilidad fundamental para mantener buenas relaciones, resolver conflictos, prevenir delitos violentos y tener buenas habilidades de comunicación y relaciones más satisfactorias como adulto.
¿Y la maldad? Por supuesto, esto también nos puede llevar al “reverso” tenebroso al que aludíamos al comienzo, ¿pasará lo mismo con la maldad? La RAE la define como “cualidad de malo” o “acción mala e injusta”, pero la cosa cambia cuando lo queremos adherir al ser humano. A nivel adulto, por ejemplo, la ciencia no utilizaría la etiqueta de «malvado», sino que describiría a alguien como psicópata, otra cosa muy distinta es si los rasgos de una personalidad psicópata pueden heredarse de los padres.
Lo cierto es que, durante siglos, los filósofos han debatido si los humanos nacen buenos o malos. Aristóteles, por ejemplo, sostenía que la moral se aprende y que nacemos como “criaturas amorales”, mientras que Sigmund Freud consideraba que los recién nacidos son una «pizarra en blanco» moral.
Estudiar la maldad. Un estudio de 2017 de la Universidad de Kioto con niños de tan solo seis meses les mostró videos en los que aparecían tres personajes similares a Pacman, llamados «agentes»: una «víctima», un «matón» que chocaba agresivamente contra la víctima y la aplastaba contra una pared, y un agente «tercero». El agente tercero a veces intervenía para ayudar a la víctima poniéndose entre la víctima y el acosador, y a veces huía en su lugar. Después del visionado, los niños tuvieron que elegir su personaje preferido y la mayoría eligió al agente externo que había intentado ayudar a la víctima.
Otros estudios también han demostrado que los bebés muestran un comportamiento altruista, como el Big Mother Study de Harvard, en el que los bebés que no sabían que estaban siendo observados actuaron de forma amable y servicial con los demás, lo que sugiere que no se trata simplemente de un comportamiento aprendido para evitar el castigo o el escrutinio.
Todo esto nos lleva a la misma casilla. Es posible que haya algo de “bondad” natural en la humanidad, pero seguimos sin saber muy poco de la maldad y su posibilidad de que sea inherente al ser humano. Y mucho menos si, como con la empatía, podríamos «heredarla» con la práctica entre generaciones. Lo único que tenemos claro es que no tenemos las suficientes respuestas como para refutar las opiniones más pesimistas de Freud y Aristóteles sobre la naturaleza humana.
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