Durante los últimos 2.000 millones de años, la vida en la Tierra pasó de estar conformada por sencillos organismos unicelulares a complejas formas de vida en las que miles de millones de estas se coordinan entre sí. Todo esto se lo debemos a un importante cambio acontecido en el interior de aquellas simples células: la aparición de los orgánulos.
Los orgánulos son una serie de estructuras internas de la célula. Entre los orgánulos celulares los más conocidos son las mitocondrias, que proveen de energía a la célula; los cloroplastos, que realizan la fotosíntesis para las células de las plantas; y los núcleos, donde se “almacena” la mayor parte de la información genética de la célula.
Por analogía podríamos comparar los orgánulos de una célula con los órganos de un animal, solíamos considerar que estos cuentan con estructuras y tareas definidas que permiten el correcto funcionamiento del organismo. Poco a poco nos hemos dado cuenta de que su estructura puede llegar a ser un poco más difusa de lo que creíamos.
Todo por culpa de unos orgánulos atípicos: los condensados biomoleculares.
La clave está en la membrana. Hasta hace unos años creíamos que los orgánulos tenían una estructura determinada y acotada por una membrana. Esta membrana separa el interior del orgánulo del resto de la célula.
Según explica Allan Albig, de la Universidad del Estatal en Boise, en un artículo para The Conversation, esta concepción fue desvaneciéndose a lo largo de las últimas décadas. Esto se debe al descubrimiento de lo condensados biomoleculares, grupos de moléculas (proteínas y cadenas de ARN) que se aglomeran en pequeñas burbujas o gotas para desarrollar su función.
Si no tienen membrana, ¿cómo se organizan? Como los orgánulos convencionales, en los condensados biomoleculares las moléculas que los conforman se condensan de forma natural sin necesidad de algo que las acote. Como el aceite en el agua, estos compuestos tienden a compactarse y a mantenerse diferenciados del líquido en el que flotan.
Las burbujas pueden moverse, dividirse o juntarse dentro del interior celular pero el condensado se mantiene compacto, en pequeñas gotas, un líquido dentro de otro líquido. Esto tiene ventajas, como facilitar la interacción entre las moléculas del interior y del exterior del orgánulo.
Desde el descubrimiento de estos orgánulos, la comunidad científica ha detectado una treintena de ellos. Esto es más llamativo si tenemos en cuenta que tan solo conocemos una docena de orgánulos con membrana. “Aun siendo fáciles de identificar una vez sabes qué es lo que buscas, es difícil enterarse de qué hacen exactamente los condensados biomoleculares”, señala Albig en su artículo.
Revelando secretos
El descubrimiento de estos orgánulos, continúa explicando Albig, puede ayudarnos a resolver algunas cuestiones del funcionamiento interno de las células, pero también ha generado nuevas incógnitas. También ha reabierto un curioso debate, el de cómo clasificamos las células.
Señalábamos al principio que los orgánulos habían sido determinantes al permitir la aparición de células complejas, las eucariotas. Estas se distinguen de las células procariotas, más sencillas, precisamente en la presencia de orgánulos.
Sin embargo ahora sabemos que algunas bacterias cuentan con proteínas «desestructuradas» (también llamadas «proteínas intrínsecamente desordenadas«), proteínas con segmentos en los que su estructura puede variar, en contraste con las proteínas convencionales, donde la estructura es clave para el desarrollo de su función. Estas son también las proteínas que encontramos en los condensados biomoleculares.
Esto nos lleva a pensar que los organismos procariotas como las bacterias pueden tener orgánulos pese a que estos no cuenten con membrana, en contraste con la idea que teníamos del interior de estas células como una masa informe de proteínas e información genética. Es decir, la “frontera” entre las eucariotas y las procariotas podría estar más en una membrana que en la presencia de orgánulos.
Esto a su vez tendría implicaciones en cómo vemos la evolución de las células y organismos complejos en la Tierra, concluye Albig. Las membranas celulares son tan omnipresentes en la vida que, los científicos asumían, debían haber estado presentes cuando los nucleótidos, los “ladrillos” de ADN y ARN comenzaron a juntarse.
El problema es que los lípidos que forman estas membranas aún no se habían formado. ¿Cómo podían entonces haberse juntado y entrelazado estos nucleótidos para crear cadenas de ARN? Sin huevo, difícilmente podría haber gallina. Pues la respuesta, para Albig, podría estar en los conglomerados biomoleculares.
Cita un estudio reciente, publicado en la revista Molecullar Cell, en el que se observaba cómo moléculas de ARN podían generar las condiciones para la formación de un concentrado biomolecular. Este descubrimiento refuerza, por tanto, una hipótesis del origen de la vida basada en el surgimiento de cadenas de ARN, la hipótesis del mundo de ARN.
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Imagen | Vilavella, D., Swiderski, et al., (2013) / Jennifer Lippincott-Schwartz, NIH